Prólogo
Poco después de que mi libro "En Pos de la Santidad" fuera publicado en 1978, me invitaron a dar una serie de diez conferencias sobre ese tema en una iglesia de nuestra ciudad. Una de ellas la titulé: "El capítulo que desearía haber escrito". Esa noche, la esencia del mensaje fue que la búsqueda de la santidad debería estar motivada por un entendimiento siempre creciente de la gracia de Dios, pues, de lo contrario, se puede volver opresiva y lúgubre. El estudio y reflexión a los que me llevó esa conferencia me llevaron a iniciar un estudio más profundo sobre la gracia de Dios, que más tarde culminó en el libro "La Gracia Transformadora".
Cuando traté de relacionar los principios bíblicos del vivir por gracia con los principios de la disciplina personal, que también son bíblicos, me di cuenta de que sería provechoso unir estas dos verdades en un solo libro. Ese es el propósito de este texto. La fecha límite de un editor es como un tirano y a la vez como un amigo; tirano en el sentido de que me mantiene trabajando sin parar, cuando hay tantas cosas que piden e incluso reclaman mi atención (como el garaje que me necesita desesperadamente), pero a la vez también es mi amigo porque me obliga a decir: “¡No más!”. Al parecer, constantemente se me ocurren más cosas que decir, pero llega un momento en que debo entregarle al editor un manuscrito terminado y confiar en que el Espíritu Santo me ha llevado a expresar todo lo necesario.
Al escribir acerca de la gracia y la santidad, uno de los aspectos más difíciles para mí es la continua necesidad de examinarme para que no me vuelva como los maestros de la ley o los fariseos, de quienes Jesús dijo: no practican lo que predican (Mateo 23:3). El autoanálisis muchas veces duele, y tengo que confesar que lucho para poder aplicar buena parte de lo que he escrito en este libro. Por eso notarán un énfasis permanente en el Evangelio de la gracia de Dios dada en Jesucristo. El Evangelio es lo único que me mantiene buscando la santidad, y solo la seguridad de su gracia en Cristo me da el valor para transmitir lo que he aprendido y todavía sigo aprendiendo.
Efesios 3:8 es uno de mis versículos insignia porque me proporciona dirección y motivación: aunque soy el más insignificante de todos los santos, recibí esta gracia de predicar a las naciones. En este espíritu es que presento esta obra. Una de las alegrías de escribir un prefacio es que tengo la oportunidad de agradecerles a los que han colaborado de una u otra manera en la escritura del libro. Para ese fin debo, primero que todo, reconocer a los gigantes que me preceden y de cuyos escritos me he beneficiado tanto. Pienso particularmente en el teólogo puritano John Owen, quien con sus obras me ha enseñado mucho acerca de la búsqueda de la santidad. Le sigue el teólogo escocés del siglo XIX, George Smeaton, por medio del cual he obtenido un entendimiento más rico del Evangelio.
También tengo una deuda de gratitud con mi amigo el doctor Jack Miller, de quien he adquirido la expresión “predíquese el Evangelio a usted mismo, cada día”. Aunque lo he estado haciendo, un poco por necesidad, durante muchos años, el doctor Miller me ayudó a enfocar mejor el concepto y a aplicarlo de una manera más consciente en mi vida. Más que nada estoy agradecido con Dios, quien me ha concedido el privilegio de ministrar a otros por medio de la página impresa. Sin lugar a dudas soy un siervo indigno y es, una vez más, por su gracia que tengo este ministerio.